La obra que se reseña constituye un merecido reconocimiento al Prof. Carlos Strasser, ya que recopila una serie de aportes de discípulos y colegas que han compartido sus preocupaciones sobre la teoría de la democracia y han continuado con distintas líneas de su prolífico pensamiento. Esto interesantes aportes que se vuelcan en la obra pueden considerarse, en cierto sentido, como frutos de inquietudes que seminalmente había planteado Strasser y que nos ayudan a pensar el desarrollo de la democracia en Latinoamérica, con sus virtudes, tensiones y problemas. Allí radica el acierto de los editores, pues, teniendo en cuenta las preocupaciones de Strasser, un verdadero homenaje en ese sentido no puede más que consistir en mostrar la continuidad y el impacto de su pensamiento.
Como surge de los ensayos que se presentan, Strasser es un intelectual genuino, esto es, situado. Por ejemplo, en la década de los ’80 reflexionó con preocupación sobre su contexto, en donde las democracias incipientes buscaban abrirse camino enfrentando grandes y graves desafíos, es por ello que acuñó la atractiva idea, puesto que lleva las cosas a sus justas dimensiones, de una “democracia posible” –la que es factible en un tiempo determinado-. El pensamiento debía ponerse al servicio de la consolidación de la democracia y ello fue lo que propugnó desde los distintos espacios institucionales y académicos que ocupó desde entonces.
La democracia, nos recuerda lúcidamente, no es una fórmula mágica que por su sola adopción soluciona todos y cada uno de los problemas políticos y sociales, sino que es, aunque esto es también en extremo relevante, un régimen específico de gobierno. Ahora bien, es una forma de gobierno que reclama conceptualmente, tanto como punto de partida como de llegada, la inclusión social y la construcción de ciudadanía a través de derechos. Por ello, el análisis democrático debe partir y terminar en el fortalecimiento de la igualdad, la inclusión social y la reducción de la pobreza.
Strasser se ocupa de y preocupa por la precisión conceptual, advirtiendo que la palabra democracia es utilizada con distintos y hasta contradictorios sentidos, usos que la vacían de contenido cognitivo y permiten el aprovechamiento retórico de su carga emotiva. Nada bueno le depara a la democracia entonces si no se empieza por una definición rigurosa y, partiendo de allí, se determina qué es lo que le compete y qué, por el contrario, le es ajeno. Es así que se pueden efectuar útiles distinciones analíticas y demarcar que, más allá de su íntima vinculación, la democracia no se confunde con sus condiciones de posibilidad ni sus finalidades. Esta importante aclaración permite entender que no se le puede endilgar a la democracia la exclusión o la pobreza social en la que se contextualiza, sino que es precisamente desde la democracia que se comprende que esas corrosivas tragedias deben abordarse y solucionarse de manera urgente. Dicho de otro modo, el régimen de gobierno democrático se proyecta a su contexto -sin confundirse con él- constituyendo un marco crítico que reclama la inclusión ciudadana como medio para alcanzar su propia plenificación. Este aspecto nos vuelve a su naturaleza política –que es parte de su concepto esencial-: a través de la construcción de políticas públicas la democracia debe abordar y superar la exclusión ciudadana.
En este marco, Lisi Trejo marca tres aportes strasserianos, esto es, aspectos que deben ser tenidos en cuenta para concretizar una democracia posible: i) comprender que estamos hablando principalmente de un régimen de gobierno; ii) que la democracia está atravesada por elementos republicanos y liberales; iii) que resulta esencial conectarla con los problemas de desigualdad, pobreza y exclusión social.
Por un lado, el concepto democracia refiere a un determinado régimen de gobierno, esto es, se realiza de manera institucional y como artefacto para adoptar decisiones de políticas públicas. Es, asimismo, una noción que se fue conformando de manera histórica y con la concurrencia de distintas corrientes de pensamiento: democratismo, republicanismo y liberalismo democrático. Estas corrientes tienen puntos en común que son los que las hacen confluir en la noción unificadora de democracia constitucional, pero también tensiones, que dan cuenta de algunos equívocos cuando no se comprende que todos los elementos que la configuran conceptualmente deben coexistir en cierta armonía. Así, como ejemplo clásico, la decisión mayoritaria no debe desplazar los derechos fundamentales, sino que, cuando partimos de una adecuada definición, se advierte que la decisión misma, para ser legítima, los presupone y se asienta en ellos.
Este prolijo entramado conceptual lleva por inercia a la inevitable preocupación por las condiciones de la sociedad y, en su marco, las del ciudadano, que debe ser partícipe privilegiado de la democracia. Sin dudas la sociedad se ha ido modificando a lo largo de la historia, pero tanto pobreza como exclusión han permanecido inalteradas –y esto sin perjuicio de los distintos y sucesivos regímenes políticos-. La diferencia con las demás formas de gobierno está en que la democracia es un sistema que reclama, para su funcionamiento pleno, una “ciudadanía de alta intensidad”, esto es, con el acceso a los derechos indispensables para hacerla partícipe y no mera espectadora pasiva de su destino. Trejo cita a Strasser en este punto, que con aguda interpelación nos dice: “¿Qué, para miserables y excluidos, quieren decir ‘civilidad’ y ‘constitución’, ‘Estado de derecho’ y ‘democracia’. Para ellos la verdad, son palabras, palabras que les hacen casi ninguna diferencia en sus vidas” (p. 63).
Otro aspecto que siempre destacó fuertemente Strasser es el carácter necesariamente representativo de la democracia, y este es el punto que problematiza Roberto Gargarella. La representación política está en crisis en las democracias actuales porque su articulación institucional ha quedado obsoleta. La sociedad ha cambiado radicalmente, constituyéndose de modo heterogéneo y plural. No obstante ello, nuestros mecanismos institucionales siguen asentados en una sociología anacrónica que descansa sobre la idea de que la sociedad está “formada por unos pocos grupos, internamente homogéneos, y compuestos por sujetos autointeresados. De ahí el supuesto de que con algunos pocos representantes de esos grupos en los principales órganos de gobierno –i.e., algunos representantes de los ‘ricos’ y de los ‘pobres’; o de los ‘grandes propietarios’ y de los ‘campesinos’- toda la sociedad podía quedar básicamente representada” (p. 71). Entonces, la sociedad ha cambiado drástica y hasta contradictoriamente (desde la homogeneidad a la heterogeneidad) pero los canales institucionales se han mantenido intactos y ello, claro, genera violencia, pues tiende a representar homogéneamente lo que es heterogéneo.
A su vez, la representación enfrenta otro problema concatenado con el anterior pues, al decir de Gargarella, el esquema tradicional, que desconfiaba de las mayorías, diseñó el sistema de frenos y contrapesos que permitió, en definitiva, que unos pocos –las élites- terminen por obstruir el principio mayoritario. El diseño que arrastra el constitucionalismo, casi por inercia, parte de una noción negativa de la sociedad, pues considera que ésta se integra por actores egoístas que se mueven solo por autointerés. Ello termina por obturar los elementos democratistas del sistema, pues la democracia presupone individuos que, practicando la virtud cívica, dialogan para llegar a las mejores decisiones comunes o comunitarias.
Todas esas distorsiones llevan a que el diseño institucional actual esté paradojalmente dirigido en contra de lo que debe asegurar –la representación-, en el sentido de que erosiona el vínculo entre gobernantes y representados. Repasa Gargarella, en este punto, tres problemas cruciales: i) el de la dilución del voto; ii) el de la extorsión democrática; y iii) el del rechazo de la virtud; todos ellos relacionados con la ausencia, que es incentivada por el esquema institucional, de una práctica democrática continua y no espasmódica y, por ende, ficticia. En definitiva, desde su concepción deliberativa, entiende que las falencias que padece la representación en su formulación institucional hacen dificultosa la deliberación y el “diálogo entre iguales” en el que debe basarse cualquier esquema democrático genuino.
Strasser, como ya se vio, había advertido que la definición de democracia se nutre de elementos provenientes de las distintas tradiciones históricas de pensamiento, tales como la corriente liberal. Enrique Aguilar repasa, en esa línea, el pensamiento de Benjamin Constant, quien formuló importantes precisiones respecto del problema de la representación y de los límites al poder. Constant entiende que la representación es necesaria para evitar que la deliberación pública condicione o restrinja la vida privada. Por ello el poder debe estar limitado, pues debe girar en torno, precisamente, a permitir el desarrollo personal de todos los ciudadanos. Ahora bien, para que la representación no se diluya y no se desarticule respecto de los intereses de la población, resulta necesario un ciudadano atento que no se desentienda de las decisiones públicas. Es por eso que la libertad de expresión y la opinión pública devienen esenciales para mantener vigente la vinculación con los gobernantes y para, consecuentemente, controlar y limitar al poder. La propuesta de Constant modula, con indudable actualidad, los mecanismos de limitación del poder con fuertes incentivos de control ciudadano.
La preocupación por obtener una definición precisa de democracia es la que retoma Jorge Bercholc, quien con una metodología rigurosa postula la conveniencia de recurrir a variables medibles empíricamente para afrontar exitosamente esta tarea. Así, partiendo de la premisa que proclama que democracia se dice de muchas maneras, señala que la noción es utilizada en distintos marcos y con distintos sentidos. Precisando ello, afirma que la democracia se discute con relación a cinco categorías: a) Estado; b) Régimen político; c) Gobierno; d) Clase política; e) Sociedad. En cada uno de estos niveles se puede verificar cuál es el grado de legitimidad del concepto y su posibilidad de expansión. La legitimidad democrática, propone, se debe medir teniendo en cuenta la percepción que tiene la población respecto de la posibilidad de resolución de sus problemas cotidianos, esto es, su utilidad práctica.
De todas estas categorías, la democracia como régimen político es la que cuenta con mayor legitimidad, esto es, entendida como mecanismo para la toma de decisiones, selección de representantes y designación del personal político. Es este nivel el que demuestra que pese a la gran crisis que viene sufriendo la democracia cuando se la relaciona con la representación, con la clase política y el propio Estado –es decir, con las otras categorías-, sigue teniendo alta adhesión como sistema de gobierno. Ello explica que no se la haya puesto en discusión en nuestro país (desde su retorno en 1983) a pesar de los profundos problemas que se advierten en las otras dimensiones.
Este abordaje analítico y meticuloso del concepto de democracia y los distintos fenómenos a los que se aplica, permite determinar cuáles son los aspectos de nuestros sistemas políticos que realmente se encuentran en crisis y respecto de los cuales deben realizarse urgentes mejoras institucionales.
Particularmente interesante es el análisis que hace Bercholc del nivel social y su relación con el concepto de democracia. Allí, nos dice, se presentan dos problemas de difícil solución: i) un alto grado de fragmentación de las demandas y; ii) la exclusión social, fenómenos que dificultan la representación política y, por ende, impactan en todas las demás categorías de análisis. Por un lado, las constituciones han previsto numerosos derechos en torno a los cuales se plantea una avalancha de demandas de sectores que cuentan con niveles consistentes de organización: sindicatos, organizaciones empresarias, ambientalistas, colectivos feministas, etc. Por el otro, el mundo contemporáneo ha generado altos índices de exclusión social, es decir, de personas que se encuentran fuera del sistema, sin representación alguna y sujetos, en el mejor de los casos, a políticas asistenciales. Estas son cuestiones apremiantes a trabajar si se quiere aumentar y apuntalar, en las demás categorías, la legitimidad del sistema.
Strasser desarrolló su pensamiento mayormente en un momento de extrema precariedad para la democracia en Latinoamérica, esto es, en el contexto de débiles e incipientes gobiernos transicionales. Es por ello que reflexionar respecto a cómo puede defenderse la democracia de sus enemigos es otro de los grandes temas que sobrevuelan su obra. En ese sentido, Andrés Rosler explora la discusión de la Alemania de postguerra con relación a la noción de democracia militante y las sorprendentes similitudes, en ese punto, entre el pensamiento de Carl Schmitt y el de Karl Loewenstein, a pesar de que este último fue un acérrimo enemigo personal de aquel, a tal punto de que procuró que sea detenido y confiscó su biblioteca (p. 159). Al ser la democracia un régimen estatal ella no puede escapar de la lógica de lo político y, con ello, de la distinción amigo-enemigo que fundamenta la decisión del sistema en la búsqueda su propia subsistencia.
Rosler recuerda que tanto para Schmitt como para Loewenstein (o, para ser más precisos, Loewenstein llamativamente siguiendo a Schmitt), las instituciones políticas presuponen lo político como una realidad anterior e independiente de la ideología, una realidad de la que no se puede escapar. Por ello, más allá del régimen concreto que se adopte, el conflicto –base de lo político- no puede ser eliminado. En esta línea el propio Loewenstein razona que aunque la democracia sea liberal también debe utilizar decisivamente herramientas para su propia defensa, asegurando así su subsistencia. Algunas citas que trae Rosler al respecto son altamente ilustrativas: “La democracia y la tolerancia democrática han sido usadas para su propia destrucción”. “Las constituciones son dinámicas en la medida en la que permiten el cambio pacífico mediante métodos regulares, pero tienen que ponerse rígidas y endurecerse cuando son confrontadas por movimientos que proponen su destrucción” (p. 161). Este profundo debate sobre los fundamentos también contribuye a delimitar, tal como quería Strasser, el concepto de democracia y marcar sus contornos y alcances.
La inclusión ciudadana a través de derechos es una condición de posibilidad a la vez que finalidad de la democracia, y en esa línea en este libro se incluye una interesante entrevista a Agustín Salvia, Director de Investigación del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina. Acá se realizan precisiones y distinciones sobre pobreza, desigualdad y exclusión social y la relación de estos fenómenos con el régimen democrático. La articulación de estos extremos supone un enfoque de derechos pues, sólo así se construye ciudadanía. Como ya había marcado lúcidamente Strasser, la situación de pobreza y exclusión, sin dudas, erosiona la participación popular y ello impide la plenificación de la democracia.
El epílogo a cargo de Guillermo Jensen es una excelente síntesis de la obra, concentrada en delimitar la definición de democracia (posible) y, sobre esa base, evaluar sus problemas presentes y su proyección futura. La democracia es necesariamente representativa y ello la vuelve, también, necesariamente imperfecta, pues el ideal regulativo al que aspira es el autogobierno del pueblo –que no puede ser directo-. A su vez, reúne en su seno elementos provenientes de distintas tradiciones que muchas veces han convivido y todavía conviven mal y en tensión. Estas contradicciones internas son las que deben considerarse antes de exagerar las críticas a su funcionamiento pragmático y pensar en su consolidación futura. A la vez, de acuerdo a los problemas que afronte la democracia podrán fortalecerse o relajarse, para superarlos, algunos de los aspectos configurativos que conviven en ella.
En ese entendimiento y siguiendo a Strasser, Jensen destaca que el elemento liberal representado por el Estado de derecho con el tiempo se volverá cada vez más valioso. Ello viene determinado, precisamente, por los inconvenientes reales que la asedian y que se reflejan en la creciente dificultad para gobernar nuestras actuales y complejas sociedades. Así concluye que “Es probable que la estabilidad y civilidad proveniente de la vigencia efectiva de ciertos derechos básicos y el cumplimiento de las reglas constitucionales transformará en un futuro cercano al Estado de derecho en un pilar cada vez más relevante del régimen democrático” (p. 217). Ello deberá conjugarse con el fortalecimiento del elemento democratista, que es el gran legitimador de todo orden político moderno, y que permitirá mirar el futuro de la democracia con cierto optimismo.
El homenaje a Strasser es, en definitiva, un repaso de sus ideas y preocupaciones pero, sobre todo, un análisis preciso del estado de la democracia en la actualidad y de lo que puede esperarse de ella. Este futuro de la democracia es, pese a todos sus problemas, promisorio, si tenemos en cuenta, una vez más, las enseñanzas de Strasser, esto es, que se debe tender no a una democracia ideal –e irreal o irrealizable– sino a una posible.
Ignacio Colombo
Universidad Católica de Salta
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